Oro

Estaba yo un día jugando con mi amigo Oliver Phoenix a pegar unas pegatinas en un mapa.

Oli tiene tres años y medio.

Es un mapa grande, de los cinco continentes -“es el mundo”, me explica- y las pegatinas son temáticas: está el monte Fuji y un luchador de sumo, monos, tigres, elefantes y, para el mar, montones de peces, tiburones, ballenas y un cofre del tesoro.

El cofre del tesoro llama su atención: lo pega en el Atlántico y, seguidamente, pega tres pececillos verdes -“una familia”- que viven allí, con el tesoro.

Y ¿qué hay en el cofre del tesoro? -le pregunto.

Peces -contesta, extrañado de mi falta de atención y/o capacidad de observación.

Ah, claro, peces. -En qué estaría yo pensando.- ¿Hay algo más?

Se lo piensa un rato y contesta:

Zapatos -se anima:- Un vestido. Monedas de oro.

Esto último me provoca un ataque de rancia adultez y suspiro mientras digo un poco en plan cuentame cómo pasó:

Ay, monedas de oro. Esas sí que me gustaría saber dónde están.

O algo así.

Foto de Dan Dennis en Unsplash
Foto de Xavi Cabrera en Unsplash

Oli levanta la vista de sus peces y me mira, reflexivo. Debe haber captado algo en mi tono, cierta amargura de estar pelada cual rata de alcantarilla, no sé, algo. En cualquier caso, con una empatía instantánea se ha dado cuenta de que hay un problema y mete -ojito- sus dos manos en la bolsa de monedas de oro de aire que acaba de agarrar de la nada y me dice:

Toma.

Y me mira interrogante. Como diciendo: “¿Te vale con estas o necesitas más? No te agobies, adulta, que esto lo arreglamos ahora mismo”.

A mí me rebosan las manos de monedas de oro de aire.

Oli da el asunto por zanjado y pega un oso polar en el Polo Norte.


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Sol García Prats

es doctora en literatura y educadora infantil.

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